Cruzar los dedos.
Hoy no espero nada, nada, nada de vos.
Porque la espera es cruel. La espera se alimenta de la carne de una y se come todo el cuerpo y el cuerpo entonces no es más que un envase lleno de expectativas que se rompen y se clavan como agujas en los lugares en los que el dolor es más que indecible.
Así que no, claro que no.
Pero cruzo los dedos.
Me es inevitable. Quiero tentar al destino y que el tiempo escriba la historia de principio a fin, hasta que caiga, hasta que me rompa contra el fondo vacío de la pileta, hasta que colapse el túnel por el que voy sedienta corriendo hacia la luz.
No conozco otra forma de querer.
Mi amor es entrega fiel.
Es que a veces mirarte a los ojos es querer arrancarme el corazón del pecho y dártelo y ojalá que no te dé asco mi sangre, es mía, es tuya, es todo lo que tengo para dar, aunque sea poco y vano y tonto, como yo. Tal vez soy poca yo para tanto vos, tanto que quiero abarcarlo por completo y se me escapa de entre los brazos, tanto que no me alcanza el lenguaje para describirlo porque las palabras que necesito aún no han sido inventadas, tanto, hay tanto, que podría escarbar entre tus escombros por años y seguir encontrando pedazos tuyos de cristal.
Entonces cruzo los dedos.
Para encontrarnos envueltos en la suerte de coexistir, enroscados en el otro, encaprichados. Esconderme en tus huecos y que vos te refugies en los míos es, tal vez, el deseo más genuino, el de proteger y dar cobijo, el de cuidar con el alma y sin esperar nada a cambio.
Cruzar los dedos.
Para que no me falte tu mirar.