Aún no sé si abrir tanto el pecho entre sus brazos.
Yo quemo, asusta y corro, pero correré a donde ella me diga;
siguiendo esa dulzura que me deja en el camino al pasar,
los rastros de armonía que se le escapan por ahí
y yo persigo ciego convencido de que ese calor
es la evidencia y la esperanza de algo mejor,
de un mundo donde no reine la injusticia,
de un verano que acompañe y no destruya.
Como el otro día cuando metí las manos en la tierra
y me sentí un poco más vivo.
Ahí, cuando respiré profundo y
me entregué valiente al sol,
apoyando la cabeza en el pasto.
Un beso, un rato más, un dejo de confianza,
una historia nueva que me mime las noches
y me señale las estrellas, y las cuente conmigo.
Un motivo para disfrutar del frío que queda,
un marte en leo que me mueva todo y me toque sin miedo,
una mirada que se me clave donde no llego.
Y es que me mira, ella, me mira sin dudar
sin temer y sin juzgar;
me mira y me lleva un poco más adentro.
Me sonríe y se escribe el poema ella sola, ella:
que es dueña de todo con solo tocarlo,
que pasa las yemas de los dedos por mis palabras
viejas y polvorientas,
espantando todas las pesadillas,
llenándome el cuerpo de chispazos y ganas.
En esos abrazos largos en los que le escapa
a la maldita circunstancia y ésta ciudad llena de ruido,
se va y me lleva consigo a otro lado,
donde yo valgo la pena
y septiembre florece
dulce, suave
y en paz.