Subo y bajo escaleras agarrándome de paredes y barandas cuando las hay. No tendría que haber fumado. No tengo ganas de estar acá. Soy ajena a todas las conversaciones, soy como un ente que flota alrededor de estos tres tipos, extraños casi todos. Cada tanto cruzo miradas con el bajista, que es amigo de un amigo y que se le ocurrió invitarme. No me siento vista, me siento observada: es como si intentara descifrarme, como si me viera escrita en código. Yo pienso que no es tan difícil darse cuenta de que estoy aburrida y profundamente sola. La soledad me acecha, me pisa los talones cuando camino y me hace trastabillar.
— ¿Viste lo que pasó, boludo?
— ¿Qué cosa?
— Se mató Fer.
Y mientras la conversación continúa, entre preguntas, confusión y un dejo muy vano de tristeza, pienso: cuando me muera alguien hablará de mí de la misma forma. Y surgirán las dudas: ¿pero cuál, la rubia o la morocha? ¿Qué le pasó? ¿Era la novia de Juan esa? Y dirán: qué garrón, era amiga de mi amiga Cami, una vez la vi en una cafetería, no la seguía en ninguna red social pero me acuerdo, sí, me acuerdo de cuando en el colegio la agarraron fumando en el baño, y qué feo, algunos pensarán hasta en mi madre y mi padre, que pobres, no tienen la culpa, y pobres, enterrar a un hijo debe ser lo peor que te puede pasar. Yo siento que lo que me corre por las venas no es sangre, es hielo. Me siento congelada, hasta los huesos.
Cuando quiero darme cuenta estoy otra vez sentada en el piso, porque la novia del guitarrista se atribuyó la pertenencia del único asiento de la sala de ensayo. El piso de madera es duro, me hace doler desde la cintura hasta las rodillas. Aún no empieza la canción, pero el batero toca y el guitarrista hace chillar su instrumento, entre pedales con distorsión y delay. Estoy sentada entre dos amplificadores y directamente enfrentada con la batería. La sala parece del tamaño de una nuez y yo soy un gigante, ocupo mucho espacio.
Distingo la canción porque la siento atravesarme completa. No vino el cantante hoy y nadie se sabe las letras. La vibración del bajo me sacude la espina dorsal, la guitarra me perfora los tímpanos y los golpes de la batería me pegan en el pecho. Ya no estoy sola, algo se ha metido en mi cuerpo. Es la posesión del alma, es la música estrujándome el corazón. No me siento completa. Por el contrario, puedo verla escapándose por el agujero negro que llevo en el pecho. Se hunde, se traga, se va.
El techo tiembla. Las paredes también. La muerte me espera bajo los escombros, pienso, y entonces el techo se desploma. No me retuerzo, podría, pero prefiero ceder ante la inmovilización a la que me fuerza el concreto. Quiero quedarme acá, quieta. No es nuevo, siempre estuve paralizada. La música nunca deja de sonar.
Me atrevo a mover las piernas y, de pronto, todo vuelve a estar en su lugar. Ellos tocan, el bajista me mira otra vez. Ahora hace una cara extraña que observo con detenimiento. No recuerdo su nombre. Tampoco recuerdo el mío, pero no importa ya. Quizás simplemente no lo tengo.
Entonces clavo la mirada en un punto fijo; quedo anulada por el sonido y poseida por las notas, los acordes, las figuras rítmicas que flotan en el aire. Quisiera entender algo de música para poder hacerla. No me sale. Solo tengo palabras, palabras que van y vienen como un tren que me pasa por encima una, dos, tres veces, para adelante y para atrás. Si abriera la boca para decir algo, sé que no saldría mi voz. Sé que estoy muda por el espanto. No por el trauma, sino por el espanto, el espanto de vivir. El espanto de estar encerrada en estas cuatro paredes.
Ya no soy gigante, me he vuelto diminuta, casi imperceptible, y cuando el guitarrista da un paso para atrás, me pisa entera. No siento nada. No veo nada. Todo es negro y oscuro en la muerte. No hay nada detrás.
Abro los ojos. Me duele todo el cuerpo por estar sentada en la misma posición hace ya un rato. La canción sigue sonando, ahora parece eterna. El trance, el loop, la repetición, verso, estribillo, verso, estribillo, puente, más puente. ¿Cuánto más van a tocar? Me están matando.
Me miran. Me miran todos; fugazmente, pero me miran. No quiero verlos. Quisiera irme, pero esto que estoy haciendo es cumplir condena. Me lo merezco. ¿Cuántas formas de morir habrá en esta sala? Podría meter la lengua en un enchufe, podría partirme el bajo en la cabeza, podría tomarme los blísters enteros de pastillas que llevo en la cartera y bajarlos con las cuatro cervezas abiertas que reposan sobre los estantes, podría correr y tirarme por la ventana, o romperme la cabeza en las escaleras.
La canción suena cada vez más fuerte. Siento que podría reventarme la cabeza. Todo vibra, todo aturde. El agujero en mi pecho se vuelve cada vez más grande, y más, y más. Finalmente, se traga todo: ellos, sus instrumentos, la novia que mira el celular y mueve la cabeza, sus cosas, los amplificadores, los cables, los pedales, la sala entera. No queda nada. Lo llevo todo dentro, porque es lo único que sé hacer: tragar, y tragar y tragar.
Pero ahora que llegué al fin, tengo que volver a empezar. Así que subo y bajo las escaleras agarrándome de paredes y barandas cuando las hay. Y pienso entonces: no tendría que haber fumado, yo no tengo ganas de estar acá. Y entre pasos temblorosos, escucho un vez más:
— ¿Viste lo que pasó, boludo?
— ¿Qué cosa?
— Se mató Fer.