Siento que he inventado una nueva palabra cada vez que digo amar. Me invade la noción de que, en realidad, no es más que una excusa para decir que necesito, más de lo que deseo. Que aquello que anhelaba se ha vuelto una necesidad de la carne, de las vísceras, y pienso entonces que mi cuerpo pide a gritos todo eso que él pueda darme.
Quisiera atraparlo entre mis manos, solo para sentir su revoloteo sobre mi piel, con cuidado de no lastimar sus alas. Quisiera hundirme en su pecho y caer, hasta el fondo, un abismo, un hueco, un refugio y un misterio, tan grande que no se puede comprender. A veces me ataca el pensamiento de que es en realidad imposible comprender el latir de ese corazón, no es como el mío, que escupe palabras sin parar en un estado constante de taquicardias arrítmicas y locas, descerebradas. Ese corazón críptico, quisiera arrancarlo de su hábitat natural para meterlo en mi pecho y acariciarle los miedos hasta que se vayan, lejos.
Entonces siento que he descubierto una nueva sensación, y no se trata de otra cosa más que la insoportable realidad de tenerlo cerca y no tenerlo dentro, en el pecho, en la garganta, en la boca. Quisiera que fuera líquido para servírmelo en un vaso y tragármelo, entero. Y es que pareciera que la existencia de la madrugada recuperó el sentido, que la brisa de la noche de verano es el cobijo de los que nos quedamos fumando en el balcón, que el sol del mediodía es casi una bendición si camino a la par suya, aunque nuestras manos no se atrevan a tocarse.
Ay, si pudiera revolcarme eternamente en las sábanas de la perdición, del caos, de lo intenso y lo tibio, con el cuerpo afiebrado y enrojecido, atada al capricho y envuelta en papel para regalos: he llegado a la conclusión de que estoy cada día más cerca de ser de alguien, ser de alguien más.
He llegado a la conclusión de que invento una palabra nueva cada vez que digo amar porque mi amor es de alguien, mi amor es de alguien más.