Me disuelvo, me vuelvo incolora e insípida, me absorbe la cama y me abrazan las sábanas con la ferocidad con la que se besa en noches de apego intenso y copas de vino varias. No me deja ir, no me suelta. Le cuento a la almohada que en mi vida hay más amores que atender, que no puedo ser suya por siempre, y ella me ruega que me recueste encima suyo un rato más. Cedo. Sé que por la mañana me esperará la misma discusión de siempre, empezará con una caricia y terminará en guerra, quedará la almohada tirada en el piso, derrotada, y yo me levantaré cuando el resto del mundo ya esté en funcionamiento, tarde, siempre llego tarde a todo.
Entonces me esperará otro día más de vagar por la casa hecha un fantasma, arrastrando los pies de un lado a otro, con el pelo sucio y los ojos cansados de tanto dormir. No encontraré el momento para hacer nada, se me escurrirá el tiempo entre los dedos, líquido como yo, que quisiera embotellarme y tirarme al mar para perderme de una vez y para siempre. Las ramas de los árboles pelados del invierno se agitarán afuera, yo miraré por la ventana intentando encontrar respuestas y temblando de frío; habré abierto todas las ventanas para dejar salir el humo del primer cigarrillo, del segundo, del tercero, del cuarto y del décimo sexto también.
Últimamente el espejo me devuelve imágenes extrañas. Una mezcla bizarra entre la vejez y la radiante juventud, la plenitud y el vacío total y absoluto, el desgano y a la vez el delirio de grandeza… A fin de cuentas, siempre estoy sola, parada en el baño frente a lo que queda de mí en momentos oscuros y cuasi fúnebres; siento que me preparo para mi propia muerte, pero no la muerte terrible, sino la muerte que llega naturalmente, el ciclo de la vida que se cierra sobre mí. Pero soy tan joven… Es ridículo.
A veces no quiero nada, pienso que el tiempo me ha vuelto cada vez más caprichosa. No quiero nada, pero quiero todo y lo quiero ya mismo, la urgencia me revuelve el estómago y se me hace un nudo en la garganta que me lleva a las lágrimas escurridizas y a la mismísima vergüenza, y no quiero que me vean, no me miren, no quiero que sepan. Y estoy tan expuesta que cualquiera puede tocarme hasta los huesos; las paredes que había construido a mi alrededor se han derrumbado y no queda más que mi vulnerabilidad al alcance de la mano. Todos pueden hacerme llorar. Todos pueden besarme, con gusto a chicle y perfume caro. Todos pueden romper mi cuerpo en mil pedazos, pues me volví tan nimia…
Y uso y abuso de mis propias cualidades en un intento tonto de conseguirme un abrazo, un gesto, una mirada. Uso y abuso de mí misma, arrancándome las raíces. Quisiera prenderme fuego para dejar nada más que un desierto donde alguna vez floreció mi juventud, quisiera que no quedaran rastros de mis errores estúpidos y de mi inocencia, y borrar así por lo menos algunas de mis palabras, las dichas y las no dichas también, para dejar de ser esto que soy: una nena que quiere crecer y no sabe cómo. Una nena encerrada en la cabeza de una persona que ya es lo suficientemente grande como para tomar decisiones que podrían arruinar una vida entera. Una nena, que no es tonta pero no es brillante, porque es lo que es.