Sigo divagando, siempre yendo y viniendo entre las mismas ideas. Estoy completamente perdida, he caído en la trampa que parecen tenderme una y otra vez. Me pregunto si realmente vale la pena sentarme a esperar que pase algún tren, alguno que me lleve a alguna parte donde el eco de las paredes no me ensordezca, ni la luz me deje completamente enceguecida. Estoy bañada en palabras atroces que quisiera arrojar por la ventana, y así despojarme de todo atisbo de cariño y capricho y cariño caprichoso, obvio. Mi cuerpo pide a gritos que lo deje ahogarse en el mar de ilusiones rotas, pero temo cortarme con los vidrios que yacen en el fondo y corromper toda la melancolía con gotas de sangre furiosa. Sigo dando vueltas, como una mariposa de alas muertas, voy y vuelvo en círculos buscando un escondite para sentarme a morir y yacer sobre lo que queda de este hogar que construí a duras penas, hecho de cartón y lágrimas agrias, hecho de vísceras y amor, amor, amor. Tanto amor desperdiciado. Tanto que tiré al inodoro, abrazado de bilis y desgano, amargo y seco, pero siempre cuidadosamente perfumado. Y es que arde en la piel, digo. Arde como si un fuego demoledor se adueñara de mí y arrasara con todo para dejarme contemplando la distancia una vez más, la de mi cuerpo y mi alma. Ahora que la boca me pide agua recuerdo que la enfermedad no es más que la vida exacerbada en todos sus aspectos y que, yo más que nadie, conozco el padecer, y lo que ha sido arrancarme pedazos para servirlos en platos que nadie acaba de comer, pues es mucho, es tanto, es tantísimo…